«Inicio rápido», también conocido por su versión en inglés «Fast Boot», es una función de Windows diseñada por la propia Microsoft para que se acelere el tiempo de arranque del sistema operativo tras un apagado. Cuando está activada, Windows no apaga por completo nuestro PC. Sino que utiliza un método que mezcla el apagado y la hibernación. Algo que tiene consecuencias sobre nuestro PC…
Al utilizar esta opción, se guardan tanto los drivers como el estado del núcleo dentro del disco duro. De esta manera, al encender el equipo, el sistema restaura parte de la sesión anterior y nos permite ganar algunos segundos en el arranque.
Microsoft, por su parte, recomienda esta opción por defecto para, según ellos, «mejorar la experiencia» y reducir el tiempo de espera. Sobre todo en ordenadores con discos mecánicos o configuraciones más tradicionales. Pero tras esta rapidez aparente, el Fast Boot puede provocar todo tipo de complicaciones: problemas de actualizaciones, errores en discos y particiones, incompatibilidad con sistemas duales, entre otros.
Antes de apostar por la velocidad, te vamos a dar 5 motivos clave sobre por qué no deberías activar este modo rápido y mejorar el funcionamiento de tu PC con Windows.
Fallos en actualizaciones y parches
El modo «Inicio Rápido» genera el archivo «hiberfil.sys», que contiene un registro del núcleo y los drivers. En la práctica, esto interfiere con la app de actualizaciones y parches, ya que el sistema no realiza un reinicio de archivos al apagar y encender el equipo.
Por lo que funciones tan vitales como las reparaciones de seguridad o actualizaciones de drivers pueden no aplicarse correctamente. Algo que incluso puede generar vulnerabilidad que a Microsoft no le dé tiempo a detectar a tiempo.
Problemas con discos duros externos y USB
El modo Fast Boot mantiene algunos controladores y estados de memoria en suspensión mientras el PC está «apagado». Esto puede provocar que Windows no reconozca de manera correcta los discos duros externos, pendrives y demás dispositivos USB tras un arranque.
Y en estas situaciones, pueden darse todo tipo de escenarios: desconexiones aleatorias, errores al copiar datos, necesidad de reconectar periféricos para que funcionen… Incluso es posible perder archivos durante una transferencia.
Dual boot y particiones bloqueadas
Los usuarios que hagan uso de sistemas de dual boot (como Windows y Linux) se ven especialmente afectados por esta práctica. Fast Boot bloquea las particiones NTFS de Windows, lo que provoca que Windows no pueda acceder correctamente a los datos ni manipular ningún archivo.
Lo que supone un riesgo incrementado de corrupción de discos, pérdida de acceso a estos sistemas y dificulta la recuperación de información a la hora de rescatar un sistema.
Cambios de hardware mal gestionados
A la hora de actualizar o modificar componentes como la RAM, SSD o una tarjeta gráfica, el modo Fast Boot puede cargar configuraciones obsoletas del hardware que se ha sustituido. Es decir, que puede ocurrir que Windows no reconozca el hardware nuevo de primera hora.
Como consecuencia de esto, podemos encontrarnos pantallazos azules, ralentizaciones, dispositivos que no se detectan e incluso la necesidad de reinstalar controladores manualmente. Todo esto complica cualquier proceso de ampliación y mejora de nuestros componentes físicos del PC.
Errores en caché
El arranque rápido evita que el sistema operativo limpie su memoria y los procesos en ejecución. Esto provoca que se arrastren errores, servicios obsoletos y archivos temporales incluso entre una sesión y otra. Con el paso del tiempo, esto genera fallos acumulados, procesos fantasma y puede afectar a la estabilidad del PC y, sobre todo, afecta a la vida útil del sistema operativo.
Por lo que, para la mayoría de usuarios, especialmente los que usan discos SSD y poseen una rápida capacidad de arranque de su sistema, no es necesario que se active «Inicio rápido». El arranque sigue siendo rápido, pero el sistema gana mucho más en estabilidad, protección contra errores y compatibilidad.
